mi amigo roberto


 



Anoche soñaba estar en  la costa azul, a bordo de un yate; helado el champagne, alto el sol sobre el ondulante turquesa, cuando una voz de barítono ligero llamó mi atención desde la orilla. Asomado a la borda del barco, divisé a un tipo bajito, con aspecto de vendedor de seguros, enfundado en un traje italiano que manoteaba reclamando mi atención. Me  acerqué a él con el fueraborda y ¡resulta que era Robert Palmer!, que quería saber si el mundo le recordaba. Pero querido Roberto, (le dije) cómo olvidarte, fuiste y siempre serás ¿Cómo decirlo? Simplemente irresistible.

 


Ah Roberto, cualquier caudillo militar que se precie, te dirá que el éxito estratégico en toda batalla, está en una intrépida combinación de simplicidad y brutalidad. Y ciertamente diste con una fórmula musical que hasta un simio, o muy especialmente un simio querría bailar. Todo un arsenal de canciones construidas en base a una progresión de acordes musicales… valga la redundancia… totalmente acordes con el espíritu y el lenguaje orgullosamente superficial de la época, pero que son imposibles de sacar de la cabeza.

 



Como tu versión de Sneakin 'Sally Through the Alley, original de Allen Touissant ¿lo recuerdas? Fue tu primer éxito en solitario tras un periplo más bien gris por distintos grupos como Vinegar Joe. Hasta tu eclosión en los 70, como una de las figuras más importantes del panorama musical.  ¿Que si sólo hiciste rock and roll para corredores de bolsa? ¿Que si eras un diletante? No hagas caso a los maliciosos. Mezclaste géneros como nadie, manteniendo un constante fluir entre estilos, siempre con un ritmo franco y abrumador. Porque lo primordial, lo que unificaba todo ese revoltijo, era siempre el ritmo.

 



 Te metiste en todas las salsas Roberto, llevaste tu sensualidad elegante y apacible hasta la bossa nova, el funk, o el calipso, y disfrutabas trabajando duro en ese traje tuyo de vendedor de seguros, sudándolo, empeñado en irradiar un aura de sofisticación. A toda costa. Demasiado inquieto y curioso para quedarte anclado. También probarías suerte con el hard rock  y hasta con la música electrónica. Como en tu disco de 1983 Pride.

 


Y cómo no, tu voz, Roberto, la mejor voz de R&B que haya tenido jamás un blanquito de mediana edad: suave y conmovedora, con el punto justo de apatía, que se convierte en un instrumento de percusión más. Tan efectiva porque pronuncia las palabras al desgaire, sin pensarlas demasiado, dando a la canción sólo lo justo y necesario. Incluso cuando te atrevías con versiones de los Kinks:

 




Ah como añoro ese sonido. La sección rítmica empezaba a presionar como una columna acorazada, vibrando a un ritmo de dos por cuatro, libidinoso, exhibicionista, para acabar encaramada a un volumen desvergonzado, a un trote desbocado propio del resuello humano en la cópula. Y esos riffs de guitarra chirriantes, que eran el centro geológico de las canciones, esos solos escandalosos, majestuosamente pedestres… Y de repente un teclado lanzaba un gancho de derecha, sutil y sibilino, apuntalando el ritmo de la canción.

Alabado seas Roberto, porque tú encarnaste toda la brillante estupidez, toda la sublime bobería del pop. Te recuerdo, como si te viera ahora mismo, actuando junto a cinco impresionantes modelos de expresión insípida, que sujetaban unos instrumentos que ni siquiera fingían tocar. Ni lo intentaban. Tampoco bailaban, y se movían desganadas al compás de la canción. Era maravillosamente ridículo, y a la vez, era el momento cumbre de los ochenta.

 


¿Era una brillante idiotez, o una idiotez brillante? Nadie lo sabe, amigo, pero en cierto momento de la historia, durante una década prodigiosa, el mundo entero se volvió adicto a cacharros así, los llamábamos: la canción de pop perfecta. Una línea muy fina entre lo estúpido y lo genial.

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